Hola, soy Jaime.

Me llamo Jaime Gómez-Obregón. Hago cosas™️ con ordenadores, leo y escribo.


Jaime Gómez-Obregón

Física y Química

Confronto aquí, cara a cara, dos experiencias escolares antagónicas que resonaron dentro de mí en dos momentos vitales muy diferentes. Son dos historias, y dos sentimientos.

Éramos treinta y tantos en aquel aula de COU. Y cada cual peleaba como podía contra el sopor de la sexta hora de clase. Los más, con la mirada clavada en un punto imaginario, solo de cuerpo presentes. Alguno tomando apuntes.

Yo hablaba ora con mi par a un flanco, ora al otro.

El profesor de Física, la barba decidida, imparte en pie la materia como su evangelio un mesías.

La Ley de Boyle.
O la de Dalton.
O la de Ohm, qué más daría.

Nombres de hombre para las leyes naturales.

Dos son los atributos que distinguen el magisterio en las aulas del instituto milénico: la mesa del profesor y el privilegio de su silla acolchada: confortablemente acolchada la banqueta, ergonómicamente alcolchados los dos brazos.

Éramos treinta y tantos en aquel aula de COU. Treinta y tantas sillas escolares de color esmeralda, duras como el diamante.

Y una silla del profesor. Acolchada. Con dos brazos.

En pie ante la pizarra, rasga el aire con una recia letanía:

—A temperatura constante el volumen de un gas…

Y el yeso rasga también un trazo sobre la pizarra: PV = nRT

—…es inversamente proporcional a la presión.

En la clase de Física de COU el profesor ha perdido su silla. En su lugar alguien ha colocado una dura como el diamante.

Dejó caer la tiza, se volvió y posó amablemente sus ojos en mí. Justo en mí:

—Usted, Obregón… ¿ve bien la pizarra desde ahí?

Y de repente, el escalofrío.

Sentado en una silla acolchada con dos brazos, yo mataba el rato hablando con mi compañero a babor, con mi compañero a estribor. Pasatiempo de los que pasamos el bachillerato con bachillería.

Lo repitió con redoblada cortesía:

—Obregón, ¿la pizarra se ve bien desde ahí detrás?

Treinta y tantas miradas hace un instante perdidas se volvieron y se clavaron en mí. Justo en mí.

—⁠Oh… sí, sí; se ve muy bien desde aquí —⁠contesté confiado.
—⁠Entonces, ¿por qué no se calla?

La carcajada fue unánime.

El profesor de Física, los ojos divertidos, era el único que no podíamos vacilar.

Lengua y literatura. Matemáticas. Inglés. En mayor o menor medida, todos los demás eran objeto, factor o sparring de nuestra mofa cruel, furtiva y juvenil.

Pero no el profesor de Física.

El primer día de curso cada docente pregonaba el libro de su catecismo. El libro que había que comprar para sus clases.

Avanzadas una semana las de Física, alguien alzó un brazo incómodo desde la primera fila:

—No nos has dicho qué libro hay que comprar.

—⁠Oh, puedes comprar el libro que quieras. O coger de la biblioteca el que más te guste. También puedes no comprar ningún libro —⁠respondió el profesor de Física.

El alumno, más incómodo aún, insistía sin entender:

—Pero, ¿qué libro vamos a usar en clase?

El profesor de Física zanja con media sonrisa:

—¡Cualquiera! La Física es igual en todos los libros.

Éramos treinta y tantas almas en filas y columnas dispuestas.

El profesor de Física entra en el ágora de COU y toma la palabra. Presenta el nuevo tema con la mirada descarriada más allá de las ventanas. Finge no vernos.

Pontifica el evangelio de las partículas eléctricamente cargadas. Cada cual pelea como puede contra el sopor de la sexta hora de clase.

Sin dejar de hablar de aniones y cationes, el profesor de Física abre con ceremonia la solapa de su chaqueta de pana.

Con dos dedos, lentamente hace emeger del bolsillo un globo rojo de goma, como un conejo de la chistera de un mago.

Treinta y tantas almas incrédulas, ahora con los cinco sentidos atentas.

Con la mirada perdida en un horizonte imaginario, el profesor de Física presenta el nuevo tema. Dos, tres, cuatro veces pausa brevemente la lección para llevarse el globo a los labios y soplar con parsimonia.

Todos atentos; todos pendientes.

El profesor de Física finge no vernos, pero es la sexta hora de clase y todas las miradas están posadas en él. Ata con delicadeza un nudo en el globo y comienza a frotarlo suavemente contra la solapa de su chaqueta de pana.

Luego se torna hacia la pizarra y con gesto distraído aproxima el globo hinchado a la pared de gotelé. Lo suelta y toma una tiza.

Pero el globo cargado no cae: ha quedado atraído a la pared.

Treinta y tantas exclamaciones mudas estallan en el aula mientras el profesor de Física escribe en la pizarra el título del nuevo tema: La electricidad estática.

Lo recuerdo, ¿cómo olvidarlo?

Se llama Enrique Barajas y fue mi profesor de Física de COU. La barba decidida, los ojos divertidos, la chaqueta de pana. Nunca pudimos vacilarle.

Me enseñó la Ley de Boyle. Y la de Dalton. Y la de Ohm, pero qué más da. Me enseñó mucho más: me enseñó a amar la Física.


Ayer me vino a la cabeza la palabra electrólisis y algún axón oxidado disparó una sinapsis que me ha recordado el Quimicefa y una historia de mi infancia.

Es una historia amarga, que no he comprendido sino al hacerme mayor.

Una Navidad apareció aquella caja mágica en el salón. Le quité con ilusión la piel de celofán. Justo en esa edad en que ignoras casi todo: ignoras qué es la Química e ignoras incluso que luego es la vida la que te despelleja a ti.

Allí había probetas. Y pipetas. Y azufre.

Y un mechero Bunsen. Y zinc. Y limaduras de hierro y un imán. Y papel tornasol. Y fenolftaleína. Y un librillo con experimentos.

Por el día yo hacía EGB. Quinto o sexto curso. Y por las tardes, en la cocina, aquellos experimentos con ojos nuevos. Disolver anhídridos, medir bases.

En el colegio nos enseñaban los salmos. Y a simplificar fracciones. Y versos de Gerardo Diego que no entendía pero aún recuerdo.

En casa, con el Quimicefa, hacía un volcán de ácido acético —⁠vinagre⁠— y bicarbonato sódico. Y botellas explosivas con agua fuerte y papel de aluminio.

Creo que todos nacemos con curiosidad; es solo que hay que tener la fortuna de encontrar adónde dirigirla.

Yo de niño quería ser químico, y así se lo expuse a mi hermano diez años mayor: ¿por dónde empiezo a estudiar?

Mi hermano mayor tenía entonces atravesada la Química de COU, y quiso hacerme ver la dificultad de la empresa: vas a tener que aprender esto de memoria, dijo entregándome una fotocopia de algo exótico que, como los poemas de Gerardo Diego, yo no entendía.

Era una tabla periódica.

Cuando eres niño todos los confines son difusos, así que abracé el consejo sin cuestionarlo. Y mi yo escolar, que suspendía todos los salmos, unos días después sabía perfectamente toda la tabla periódica. Con sus lantánidos y sus actínidos, por supuesto.

Eran los años 90 y aún había elementos con nombres soviéticos, como el Kurchatovio. La propia tabla es la construcción de un ruso: la dedujo, aprendí, Mendeléyev.

Un químico.

En clase teníamos una asignatura de Ciencias Naturales. Y llegó el día de cambiar las fracciones por la composición elemental de la materia. Los salmos siempre seguían, sin embargo.

Tengo prendido aquel día en los mimbres indelebles del recuerdo:

La profesora toma el asiento de su estrado y dice: dentro de veinte minutos, examen de Naturales: las dos primeras columnas de la tabla periódica.

Luego sacó del bolso el ¡Hola! y se puso a hojear la revista mientras los estudiantes abrumados comenzábamos a memorizar.

Después de veinte minutos leyendo la tabla periódica unos y sobre el conde Lecquio y Chabeli Iglesias ella, llegó el momento del examen y se hizo el silencio en aquel aula de quinto o sexto de EGB.

Cada uno escribió quod potui, lo que pudo, y la profesora se llevó los papeles.

Yo, suspendedor profesional de salmos y mediocre recitador de Gerardo Diego, salí de aquel examen sorpresa con una sensación inédita: lo había bordado. Tendría por primera un diez.

Al día siguiente la profesora de Naturales y su bolso entraron puntuales al aula.

—Obregón, a la pizarra.

Primero el pálpito en la yugular, luego el nudo en la garganta, finalmente separar la silla del pupitre y comparecer ante la más alta magistratura.

Me preguntó los dos primeros grupos de la tabla, y comencé a declamar:

—Hidrógeno, Litio, Sodio, Potasio…

Completé el primer grupo, pasé al segundo y tras el Radio supongo que tomé aliento, confiado en aprobar aquel trance con holgura:

—Escandio, Ytrio, Lantano, Actinio…

No sé si aquella profesora, bajita y con tono agudo como de soprano, me dejó llegar al Californio y confesar así la íntegra retahíla que me había aprendido en casa por las tardes porque yo, oh imbécil, quería de mayor ser químico.

De regreso al pupitre la profesora me extendió mi examen corregido. Era un suspenso. Debió de leer el gesto derrotado de aquel escolar que fui, porque hubo de precisar:

—⁠He preguntado dos grupos y tú has puesto todos. Esa no es la respuesta correcta.

Luego añadió, lo recuerdo muy bien:

—Y ay del día que pregunte algo y no te lo sepas.

Me había olvidado de aquello, como también me olvidé de querer ser químico.

Pero lo he recordado ayer. Y entonces lo he entendido, treinta años después: al corregir mi examen la profesora simplemente asumió que yo había copiado la respuesta. Y para ponerme en evidencia me sacó al día siguiente a la pizarra, delante de todos.

Luego fue simplemente demasiado orgullosa como para asumir su error y cambiar mi suspenso.