Hola, soy Jaime.

Me llamo Jaime Gómez-Obregón. Hago cosas™️ con ordenadores, leo y escribo.


Jaime Gómez-Obregón

A Eutiquio Fomperosa, que tanto ha hecho por mi familia

Cuando tenía 15 años el banco y la policía nos desahuciaron a mi madre y hermanos de nuestro piso. Ya escribí alguna vez sobre los aciagos recuerdos y profundas cicatrices que aquella penosa vivencia me cinceló.

Los años siguientes fueron difíciles. La cuenta corriente doméstica estaba en perennes números rojos: entraba una pensión de alimentos, la pírrica ayuda estatal para familias en el abismo y el sueldo de becario de mi hermano. Salía lo justo para pagar un alquiler y comer los cuatro.

Pero no daba. Los impagos de suministros se amontonaban y pronto cortaron el teléfono. Unos meses después cortaron el gas. Yo me levantaba, me duchaba con agua fría y bajaba andando al instituto.

Al otoño siguiente cortaron el agua. Fue al mediodía del 21 de noviembre de 1997, según la crónica descarnada del diario adolescente que aquel año comencé a escribir. Recuerdo ir a ducharme por la noche a casa de mi tía Alicia.

La cuenta bancaria estaba en un descubierto intermitente. A principios de cada mes entraban algunos ingresos, pero los números negros duraban en la libreta lo que tardaban en girar los acreedores sus recibos.

Con cada descubierto, el Banco Santander nos cargaba dos comisiones: una por mora, calculada con el 27 % de interés, el máximo legal del momento. Y otra, de un importe fijo, en concepto de apertura del descubierto.

Una mañana leí en el periódico que un tribunal había declarado ilegal la comisión por descubierto. La sentencia creaba jurisprudencia. Los bancos de todo el país tenían que devolver a sus clientes los importes cobrados por este concepto.

Pedí a mamá las libretas de la cuenta doméstica y pasé horas escudriñando todos los movimientos y sumando pacientemente cada comisión. Después escribí una carta al banco reclamando ciento y pico mil pesetas de la época en comisiones ilegales. Adjunté una fotocopia de la sentencia y un anexo con todos los detalles del cálculo. Yo tenía veinte años.

Nadie contestó. Unas semanas después bajé a la oficina del Banco Santander y expliqué la situación a un hombre corpulento embutido en un traje con una corbata roja que despachaba al otro lado de un cristal blindado. Me dijo que él no podía hacer nada, que tenía que dirigir una reclamación a la Oficina de Defensa del Cliente del banco. Recuerdo que se llamaba Florindo.

Escribí una nueva carta a la Oficina de Defensa del Cliente del banco y la envié por correo postal certificado. No sé si no contestó nadie o respondieron con alguna generalidad desestimatoria, pero el banco no nos devolvió la suma de las comisiones ilegales.

En casa, mamá escatimaba los medicamentos para reducir el gasto en farmacia. Yo daba clases particulares para pagarme los estudios. Algunos familiares nos echaron una mano. Vivíamos con mucha austeridad, pero éramos felices.

Bajé de nuevo a hablar con Florindo. Me repitió que no podía hacer nada, que el banco es así. Perdí los papeles y comencé a gritarle que la comisión era ilegal. Yo nunca había perdido los modales de esa forma. Recuerdo que había más clientes haciendo cola detrás de mí. Florindo se puso rojo. Salió de la ventanilla de cristal blindado y me invitó a discutirlo en su despacho. Le tiré la sentencia a la cara.

Unos días después acudió a la oficina mamá. Habló de nuevo con Florindo y regresó a casa con una última esperanza: había que ir a la sede central del banco y hablar con una persona. Traía su nombre apuntado en un papel: Eutiquio Fomperosa.

Acudí a la oficina principal del Banco Santander en el Paseo de Pereda. Subí unas escaleras y llegué a un despacho amplio, donde me recibió un hombre muy cordial embutido en un traje con una corbata roja. Era Eutiquio Fomperosa. Me escuchó muy amablemente mientras le exponía el caso de mi familia. Después saqué de la mochila una carpeta con todas las fotocopias y se la entregué. Me dijo que lo revisaría y me contestaría, porque era importante para él. Me despedí aliviado y agradecido.

Pasaron los meses y nunca recibí respuesta.

Me esforcé en la universidad y fui aprobando con holgura cada examen. Fantaseaba con incorporarme a Mundivía o a Telefónica y tener al fin un salario, quizá un coche… esas cosas. Mientras tanto, me sostenía con una beca de prácticas y haciendo trabajos de estudiante.

Un día vi un cartel en el vestíbulo de la escuela de ingenieros: el Consejo Social de la universidad convocaba un certamen de relato breve. El ganador recibiría un premio: dos mil euros. Casi seis meses de mi sueldo de becario.

¿Cuántas horas me llevaría escribir una historia y presentarla? ¿Cuántos participantes se presentarían en toda la universidad? ¿Qué probabilidades tendría de ganarlo? Yo nunca había escrito un relato, pero me propuse abordarlo como un proyecto de ingeniería.

Busqué en internet la composición del jurado. Todos prohombres y notables de la ciudad; personas que me triplicaban la edad. Investigué sus biografías intentando ver, por un momento, el mundo a través de sus pupilas. ¿Qué habría yo de escribir para ganar su voto?

Redacté una historia sobre dos chavales con la libreta en perennes números rojos que entran a un banco y a punta de fusil secuestran y meten en un maletero al director, un hombre embutido en un traje con una corbata roja.

Unos meses después recibí un correo electrónico. Era del Consejo Social: había ganado el certamen. Y dos mil euros. Hoy encontré el manuscrito original del relato que escribí. Había olvidado que puse una dedicatoria: A Eutiquio Fomperosa, que tanto ha hecho por mi familia.