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Me llamo Jaime Gómez-Obregón. Hago cosas™️ con ordenadores, leo y escribo.


Jaime Gómez-Obregón

Por una digitalización lenta

Comencé esta reflexión en Twitter, donde he escrito mucho sobre digitalización y Administración pública. La red social es inmediata y es divertida, pero es también un soporte fugaz. Convencido de que merecía la pena ahondar en esta idea, decidí rescatar esas hebras y trenzar con ellas este artículo. Con algunos retoques y una fabulosa ilustración de Hugo Tobio fue publicado por primera vez en La Bonilista, la influyente lista de correo de mi apreciado David Bonilla, el 31 de julio de 2022.

Esta primavera el Gobierno de Navarra se ha instalado en el metaverso. Y en los lugares comunes también se ha instalado, pues el anuncio institucional está jalonado de esas hipérboles maximalistas que por pretender decir tanto ya no dicen nada: vanguardia tecnológica, liderazgo en la innovación, salto evolutivo, revolución en la interacción… A la nota de prensa acompaña un vídeo del consejero autonómico embutido en un casco de realidad virtual y con un mando en cada mano.

Los tecnólogos conocemos bien los vericuetos de un sector en inflación y sus ciclos, sus modas. Y con los años hemos visto el fulgor solar y la rápida desintegración de muchas de estas estrellas fugaces que surcan ese firmamento intersección entre política y tecnología. Un orbe donde la forma triunfa sobre la función, el efectismo sobre el servicio público y la tecnología se confunde con el marketing de la industria tecnológica.

Un marketing golfo que por capilaridad está alcanzando todos los estamentos de la Administración pública, donde ya se filosofa sobre gobernanza multinivel y multidimensión en el metaverso, aunque los más elementales trámites digitales en nuestro aparentemente olvidado universo sean por parte de la ciudadanía cotidiano motivo de chanza.

La delusión del metaverso viene a relevar otra decadente carrera cósmica de globos inflamados: la de unas plataformas públicas de comercio electrónico cuyos cadáveres he amortajado por decenas. Unas iniciativas públicas de digitalización sin más futuro ni sentido que la foto mesiánica del político, la gloria efímera de la rueda de prensa y el aplauso subvencionado del diario de la aldea. Hasta un centenar he contado.

Los metaversos públicos de hoy son las ciudades smart de un tiempo del que interesa guardar memoria atenta. Renovado significante para un manido significado: un vehículo para la propaganda de unos gestores públicos embaucados por los charlatanes y trileros del blablablá digital.

¡Cuánto bien nos haría, como país, una actitud slow en las políticas de digitalización que despliegan nuestras instituciones! Como en el slow food o en el slow life1, se trata de modular las expectativas para racionalizar los riesgos.

Un helado de cucurucho caído en el suelo
Las prisas… Fotografía de Sarah Kilian.

Porque la tecnología es un instrumento; no un fin en sí mismo. Un proyecto tecnológico no puede ser nunca un objetivo, sino uno de los mecanismos para mitigar un problema humano real, preexistente. Y pienso que la palabra más importante de esta reflexión y de cualquier política de digitalización ha de ser justo esa: humano.

De la perversión de este principio de utilidad surgen fiascos fugaces como Alcantarilla Smart City o Smart Turismo Lepe: iniciativas públicas quizá bienintencionadas en su concepción pero que nacen con el pecado original de servir no a las personas sino al alarde tecnológico.

Y es que una smart city o una app de realidad aumentada no puede ser la meca de ninguna peregrinación con fondos públicos. Sin embargo, el marketing político alumbra diariamente titulares que trufan los medios de estos neologismos inconexos con la realidad de la ciudadanía que los financia. Es por ello que tenemos que estar alerta y alzar la voz ante el empleo político de la tecnología para resolver problemas inexistentes o artificiales. Las personas, no las máquinas, hemos de estar en el centro de estos esfuerzos.

El mejor detector de esta utilización torticera de la tecnología, el canario en la jaula de la mina de grisú, son las retahílas de justificaciones imprecisas: mejorar el bienestar social y económico, ofrecer servicios públicos más eficaces, promover la participación ciudadana… O como se lee en la nota de prensa del Gobierno de Navarra: posicionar la comunidad a la vanguardia tecnológica revolucionando la interacción entre ciudadanía y Administración.

Todo esto son meras vaguedades que demuestran que no hay un verdadero problema, tangible y específico, que atajar. Se dispone de una solución —⁠una tecnología incierta pero llamativa en oportuna comunión con una partida presupuestaria, generalmente de financiación europea⁠— y luego se busca qué problemas podría resolver. Y si no se encuentran, se inventan.

Cuando desde los organismos públicos se ha empuñado el martillo de las ciudades inteligentes, todos los municipios se tornan repentinamente clavos. Lo mismo sucede ahora con la inteligencia artificial o los incipientes metaversos públicos: hay dinero, vamos a ver en qué lo gastamos, parece leerse entre líneas. Es una enfermedad común creer la tecnología ha de estar presente en toda iniciativa humana, que cualquier problema mejora con tecnología.

Pero, aún así, vivimos en esa era de la sobreingeniería constante. Lo hemos visto en Alcantarilla, en Lepe y en decenas de ayuntamientos cegados por el sueño de erigir su imposible amazon local; lo vemos ahora en Navarra: gestores locales enfermos de tecnosolucionismo.2

La historia de la tecnología es una de prueba y error. Sus arcenes están colmados de cadáveres: del vídeo Betamax al CD-i o de las páginas WAP a las gafas Google Glass. Y, sin embargo, cuando hablamos de políticas públicas parece que se olvida que la tecnología es tanto un riesgo como una responsabilidad.

Slow tech es asumir que simplemente no hace falta cabalgar cada nueva ola tecnológica que llega a estas orillas. Como país, simplemente no necesitamos subirnos a cada nuevo tren. Todos prometen ser the next big thing —⁠como se dice con ansiedad en el sector⁠— pero muchos tienen incierto destino y algunos descarrilan.

Casco de realidad virtual de los años 90
Contrariamente a lo mil veces repetido, la tecnología, en el fondo, penetra despacio. Y advenimientos aparentemente actuales como la realidad virtual hunden sus raíces décadas atrás. Sin embargo, las políticas públicas de digitalización parecen instaladas en la ansiedad de llegar antes que nadie.

De dramas como Smart Turismo Lepe o cuestionables aventuras como el metaverso del Gobierno de Navarra nuestros gestores públicos deberían extraer algunas lecciones colectivas. La primera es que las inversiones TIC que no resuelven el problema de nadie, a nadie le importan. Solo así se entiende que durante cuatro años nadie en Lepe se hubiera dado cuenta de los flagrantes defectos de un proyecto que anunciaron como imprescindible: una oferta turística invisible en internet, un directorio de hostelería que no funciona, una app que nadie descarga… Smart Turismo Lepe ha sido un fracaso porque no surte de las necesidades reales del tejido económico de la ciudad y sus vecinos, sino de un despacho en Madrid con 13,1 millones de euros que necesita invertir.

El segundo aprendizaje: una iniciativa de digitalización es una responsabilidad que mantener en el tiempo. Los proyectos tecnológicos tienen un ciclo de vida. Y la vida de la ciudad inteligente de Alcantarilla o de Lepe terminó tan pronto como concluyó el convenio o se agotó la subvención. Pero es preciso mirarse al espejo de la realidad: las apps móviles de estos proyectos fallidos siguen en línea. Ni siquiera han desmantelado los restos de unas iniciativas públicas fracasadas: siguen publicados, rotos o desfasados, provocando frustración en quien los encuentre.

Y en tercer lugar: el modelo de desarrollo de estos servicios públicos digitales es dañino para la industria española del software. Proyectos que podrían ser acometidos por pymes locales, muchas veces con promotores de gran talento, solo son atractivos a consultoras clásicas máster en burocracia. Porque el organismo público que articula esta convocatoria erige una barrera de entrada que impide a muchas pymes y micropymes participar de estos contratos. El alud administrativo, los riesgos comerciales o la descarga en el proveedor de todas las responsabilidades simplemente excluyen a una microempresa local perfectamente válida de acceder a estas convocatorias públicas, con las que podría desarrollarse y crecer. No se prima la calidad tecnológica, sino la excelencia en redactar ofertas, ganar concursos y superar la yincana del proceso administrativo. ¿Y la solución que llega desde estos mismos poderes públicos? Crear un observatorio.

A nivel estatal es preciso reinventar el modelo de desarrollo de los servicios públicos digitales, especialmente de la administración electrónica. Y desburocratizarlo y hacerlo atractivo para las pequeñas y medianas empresas que pueden imprimir ritmos y visiones nuevas. Es un esfuerzo ingente, que ha de implicar a las comunidades autónomas y dejar paso a liderazgos nuevos entre los servidores públicos. Y en los municipios, promover una cultura slow tech: soluciones mínimas y eficientes con la menor complejidad posible. Alejadas del efectismo y surgidas no en despachos sino de necesidades humanas reales y concretas. Y mantenidas a lo largo de todo su ciclo de vida.

En resumen, las políticas públicas de digitalización no pueden correr al ritmo frenético del cuadrante mágico de Gartner.3 Ayer smart city con realidad aumentada, hoy metaverso con gobernanza multinivel y multidimensión y mañana quién sabe qué lisérgica ocurrencia.

Slow tech es asumir que la historia de la tecnología es prueba y error, y minimizar la exposición de las inversiones públicas a este riesgo. Es renunciar a subirse a cada nuevo tren que promete el futuro. Es the joy of missing out y es decir no a muchas cosas para poder decir a las que de verdad importan.

  1. Como corriente cultural, el movimiento slow aboga por moderar el ritmo de las actividades humanas, rebajar las expectativas materiales y construir vínculos vitales basados más en relaciones y experiencias que en el consumismo y el materialismo. Véase downshifting. La tesis de mi reflexión es traer estos mismos valores e ideales a la relación del mundo público con la tecnología. ↩︎

  2. El reciente concepto de solucionismo tecnológico se atribuye a Evgeny Morozov, teórico del impacto de la tecnología en los colectivos humanos. La idea refiere a la tendencia de introducir tecnología en soluciones que no la requieren. Como ejemplo que provocó titulares, el del ingeniero que analizó un test digital de embarazo, encontrando que el dispositivo no es sino un test con una tira química reactiva tradicional al que se ha incorporado electrónica para presentar sobre una pantalla digital un resultado que sin ella sería igualmente visible por el cambio de color de la tira. ↩︎

  3. El cuadrante mágico, como el ciclo de sobreexpectación, son populares instrumentos fruto del análisis investigativo de la consultora Gartner. Ampliamente utilizados en el mundo corporativo, mi cuestionamiento es solo como elemento de justificación ad verecundiam —⁠por autoridad, con frecuencia descontextualizado y sin alusión a su naturaleza eminentemente predictiva⁠— en iniciativas financiadas con recursos públicos, tal como ha sucedido, a mi juicio, en el caso del metaverso del Gobierno de Navarra. ↩︎